‘Los atletas se drogan, ¿y qué?’,
por J. A. Xesteira (Diario de Pontevedra)
por J. A. Xesteira (Diario de Pontevedra)
Dos estampas olímpicas: en los juegos olímpicos de México, aquellos maravillosos juegos que fueron los que abrieron la edad contemporánea para el deporte, quedaron en la memoria para la posteridad (entre otras cosas) la imagen de un chaval blanco, nervioso, que ganó la medalla de oro en salto de altura dándole la vuelta a la técnica y saltando de espaldas, Fosbury le puso nombre al estilo; la otra estampa, emocionante y fuerte, fue la de los dos atletas negros americanos, John Thomas y Tommy Smith, oro y plata en 200 metros, levantando sus puños enguantados en protesta por la situación de los negros de su país, que sólo eran estimados si subían al podio (la medalla de bronce era un australiano que también se puso la pegatina del poder negro, en solidaridad con sus compañeros). Los dos atletas fueron expulsados del equipo olímpico, condenados al ostracismo y tratados como delincuentes en cuanto pusieron pie en su país, sus vidas fueron un calvario y se les negó el derecho a un trabajo, sin que su mérito, el de ser los mejores en la pista, fuera nunca reconocido.
Hace unos días, otra atleta, Marion Jones, negra, de las grandes en la pista, reconocía ante las cámaras haberse drogado para conseguir todas las medallas de las que tan orgullosos estuvieron en su país; con lágrimas en los ojos y la voz entrecortada, afirmaba que había traicionado a su patria, a sus vecinos y a todo lo que se le pasó por la cabeza delante de las cámaras. A partir de ahora, también la grande entre las grandes, Marion, la medalla de oro de Sidney, estará condenada al ostracismo. Igual que los dos de México. Entre las dos estampas hay un denominador común, el de la expulsión de los pecadores del paraíso americano, y una diferencia: la dignidad. Los primeros fueron arrojados a las tinieblas por haber reclamado su dignidad de seres libres, con derechos y merecedores del respeto de ciudadanos. Y lo decían desde el alto del podio, para que todo el mundo pudiera contemplarlo. La segunda, la reina del atletismo, fue obligada a salir ante las cámaras y declararse pecadora en público, en uno de esos arreglos judiciales que los americanos practican con todo el cinismo del mundo (está implicada en un caso de mayor envergadura y así, su posible pena quedará reducida por haberse arrepentido en público).
En medio de todo este tinglado deportivo, lo que hay de fondo es una gran manta de hipocresía. Los atletas se drogan. Bueno, ¿y qué? No es ninguna novedad, es más, desde hace años sería imposible que bajaran las marcas si no se metieran en el cuerpo anabolizantes, estimulantes, testosteronas, reciclado de sangres o lo que sea que aún desconozcamos pero que ya esté en funcionamiento, como si fuera la poción mágica de Asterix (por cierto, este símbolo del chauvinismo de Francia se dopa, como los ciclistas a los que tanto persiguen). ¿Es que alguien cree que un cuerpo humano puede resistir todas las etapas de un Tour de Francia sin meterse nada más que espagueti y zumo de naranja?. ¿Es que alguien cree que se pueden rebajar centésimas de segundo en cien metros lisos de las marcas que ya no son humanas? Los atletas se drogan porque de lo contrario, no cobran. Antes, los juegos olímpicos eran amateurs de aquella manera pero ahora, un atleta es una inversión, un futbolista es una empresa, un corredor de motos, una factoría de experimentación, un ciclista, una pieza de la cadena de montaje. Y a su alrededor hay muchos millones en juego, tantos como para no arriesgarse a que esa máquina imperfecta y frágil que es el ser humano corra, salte, chute, pedalee, nade o haga cualquier esfuerzo físico sin control y sin ayuda suplementaria. Landis perdió su título por dar positivo en el control, lo cual es una tontería por su parte, porque sabía que estaba en el punto de mira. Pero seguramente su antecesor Armstrong también se dopaba de alguna manera y seguramente también lo hacía Indurain; no lo sabemos, pero siempre nos quedará la duda. Porque los deportes en general han alcanzado unas cotas de espectáculo y de inversiones económicas que no se pueden dejar al capricho de un simple atleta. Y así se entiende que se droguen. Y seríamos muy hipócritas si dijéramos que nos importa. A mí, en particular, no. Estamos hablando de personas que compiten, que morderían en el cuello al rival para poder llegar una nariz antes a la meta, saltar un milímetro más, ganar por un tubular, meter el coche en la pole position aun a costa de que el rival se parta el alma en una curva. Y las firmas patrocinadoras aplaudirían por ello, de la misma manera que hacen la vista gorda cuando descubren sus tejemanejes ilegales. El mundo entero se droga, con cualquier cosa, desde los derivados del opio hasta los derivados de la uva alvariña. En la literatura universal, grandes escritores se drogaron, desde Poe hasta Baudelaire, pasando por Bukowsky, que se bebió ríos de alcohol. Pintores como Van Gogh o Modigliani; músicos que, en el mundo del rock serían batallones; artistas, geniales o menos geniales, que la cosa no tiene que ver con drogarse más o menos. Políticos que suben a veces a los estrados con la nariz todavía empolvada o el aliento de alcohol trabándole la lengua. Hay ejemplos para todos. Y a todos los toleramos con sus pecados y sus cacas, porque lo que nos importa de ellos no son sus debilidades humanas, sino su obra. Y la obra de un deportista es el espectáculo que se ve en la televisión. Nada más. Hay quien, en el colmo del cinismo alude a que son un mal ejemplo para los niños, que ven en sus héroes un ejemplo a seguir. Si fuésemos honrados, habría que decirle a estos niños que eso, es decir, la fama y el dinero de los grandes deportistas, sólo se consigue jugando peligrosamente con los límites del ser humano, y que no hay más que lo que se ve; la competición exige la derrota del contrario y para eso tenemos que forzar nuestros propios límites hasta más allá de lo que los fuerza el enemigo. Y eso sólo es posible de una forma que todos conocen. Lo siento por Marion Jones, que ha pasado ya a la historia de los malos y encima, de forma humillante, a diferencia de sus compañeros del puño negro en lo alto del podio. Pero nadie nos quitará la belleza de los atletas esforzándose por ganar, con o sin drogas. Todo lo demás es negocio e hipocresía.
Hace unos días, otra atleta, Marion Jones, negra, de las grandes en la pista, reconocía ante las cámaras haberse drogado para conseguir todas las medallas de las que tan orgullosos estuvieron en su país; con lágrimas en los ojos y la voz entrecortada, afirmaba que había traicionado a su patria, a sus vecinos y a todo lo que se le pasó por la cabeza delante de las cámaras. A partir de ahora, también la grande entre las grandes, Marion, la medalla de oro de Sidney, estará condenada al ostracismo. Igual que los dos de México. Entre las dos estampas hay un denominador común, el de la expulsión de los pecadores del paraíso americano, y una diferencia: la dignidad. Los primeros fueron arrojados a las tinieblas por haber reclamado su dignidad de seres libres, con derechos y merecedores del respeto de ciudadanos. Y lo decían desde el alto del podio, para que todo el mundo pudiera contemplarlo. La segunda, la reina del atletismo, fue obligada a salir ante las cámaras y declararse pecadora en público, en uno de esos arreglos judiciales que los americanos practican con todo el cinismo del mundo (está implicada en un caso de mayor envergadura y así, su posible pena quedará reducida por haberse arrepentido en público).
En medio de todo este tinglado deportivo, lo que hay de fondo es una gran manta de hipocresía. Los atletas se drogan. Bueno, ¿y qué? No es ninguna novedad, es más, desde hace años sería imposible que bajaran las marcas si no se metieran en el cuerpo anabolizantes, estimulantes, testosteronas, reciclado de sangres o lo que sea que aún desconozcamos pero que ya esté en funcionamiento, como si fuera la poción mágica de Asterix (por cierto, este símbolo del chauvinismo de Francia se dopa, como los ciclistas a los que tanto persiguen). ¿Es que alguien cree que un cuerpo humano puede resistir todas las etapas de un Tour de Francia sin meterse nada más que espagueti y zumo de naranja?. ¿Es que alguien cree que se pueden rebajar centésimas de segundo en cien metros lisos de las marcas que ya no son humanas? Los atletas se drogan porque de lo contrario, no cobran. Antes, los juegos olímpicos eran amateurs de aquella manera pero ahora, un atleta es una inversión, un futbolista es una empresa, un corredor de motos, una factoría de experimentación, un ciclista, una pieza de la cadena de montaje. Y a su alrededor hay muchos millones en juego, tantos como para no arriesgarse a que esa máquina imperfecta y frágil que es el ser humano corra, salte, chute, pedalee, nade o haga cualquier esfuerzo físico sin control y sin ayuda suplementaria. Landis perdió su título por dar positivo en el control, lo cual es una tontería por su parte, porque sabía que estaba en el punto de mira. Pero seguramente su antecesor Armstrong también se dopaba de alguna manera y seguramente también lo hacía Indurain; no lo sabemos, pero siempre nos quedará la duda. Porque los deportes en general han alcanzado unas cotas de espectáculo y de inversiones económicas que no se pueden dejar al capricho de un simple atleta. Y así se entiende que se droguen. Y seríamos muy hipócritas si dijéramos que nos importa. A mí, en particular, no. Estamos hablando de personas que compiten, que morderían en el cuello al rival para poder llegar una nariz antes a la meta, saltar un milímetro más, ganar por un tubular, meter el coche en la pole position aun a costa de que el rival se parta el alma en una curva. Y las firmas patrocinadoras aplaudirían por ello, de la misma manera que hacen la vista gorda cuando descubren sus tejemanejes ilegales. El mundo entero se droga, con cualquier cosa, desde los derivados del opio hasta los derivados de la uva alvariña. En la literatura universal, grandes escritores se drogaron, desde Poe hasta Baudelaire, pasando por Bukowsky, que se bebió ríos de alcohol. Pintores como Van Gogh o Modigliani; músicos que, en el mundo del rock serían batallones; artistas, geniales o menos geniales, que la cosa no tiene que ver con drogarse más o menos. Políticos que suben a veces a los estrados con la nariz todavía empolvada o el aliento de alcohol trabándole la lengua. Hay ejemplos para todos. Y a todos los toleramos con sus pecados y sus cacas, porque lo que nos importa de ellos no son sus debilidades humanas, sino su obra. Y la obra de un deportista es el espectáculo que se ve en la televisión. Nada más. Hay quien, en el colmo del cinismo alude a que son un mal ejemplo para los niños, que ven en sus héroes un ejemplo a seguir. Si fuésemos honrados, habría que decirle a estos niños que eso, es decir, la fama y el dinero de los grandes deportistas, sólo se consigue jugando peligrosamente con los límites del ser humano, y que no hay más que lo que se ve; la competición exige la derrota del contrario y para eso tenemos que forzar nuestros propios límites hasta más allá de lo que los fuerza el enemigo. Y eso sólo es posible de una forma que todos conocen. Lo siento por Marion Jones, que ha pasado ya a la historia de los malos y encima, de forma humillante, a diferencia de sus compañeros del puño negro en lo alto del podio. Pero nadie nos quitará la belleza de los atletas esforzándose por ganar, con o sin drogas. Todo lo demás es negocio e hipocresía.